Foto: María Agar

La clausura de la temporada del Teatro Central corre a cargo de la bailaora malagueña haciendo por primera vez las tres obras que ha dedicado a la guitarra flamenca seguidas. Empezaba a las doce de la mañana con la primera pieza “Inicio (Uno)”, tras un breve descanso, a las 13,45h la segunda, “Al fondo riela (Lo otro del Uno)”. Luego nos fuimos a comer. Y a las seis de la tarde, nos esperaba Rocío de nuevo para brindarnos la última parte de la trilogía, “Vuelta al Uno”. O sea, como cuando un torero (o torera) se encierra con 6 toros solita o solito, pero sin sangre derramada. Reto, derroche, órdago a sí misma y al público.

Así como hay creadores que, con el paso de los años, van comprimiendo la duración de sus piezas, la Molina se expande, busca sus límites físicos y mentales. Yo sospecho que lo hace para seguir acechando lugares, maneras de sentirse libre; porque la libertad es una conquista, una disciplina, hay que merecérsela.

Cada una de las piezas tiene sentido por sí misma, pero contempladas seguidas el viaje se hace más pleno, más jondo. En esta Trilogía, Molina propone un camino de radical despojamiento en busca de la pureza (uso esa palabra para descolonizarla, rescatándola del secuestro al que la sometieron los policías de lo jondo). Por detrás, el anhelo de alcanzar la transparencia absoluta. Pero que nadie se llame a engaño: estamos hablando de la Molina. No hay reconstrucciones museísticas ni odas a la melancolía. Hay danza y música y compromiso, es decir, vida y presente.

Foto: Oscar Romero.

Ofrendas, fantasmas y gamberreo.

La primera obra, con Rafael Riqueni y su música ligera como sólo los más grandes son capaces de hacerla, es una ofrenda a este músico mayor de la historia de la guitarra flamenca, en la que Rocío Molina no sólo no desaparece, sino que se agiganta en ese acompañar la fragilidad “riqueniana”. Son el hombre y la mujer esenciales, desnudos antes nosotros. Son padre e hija, son hermanos, son madre e hijo. Y lo son simultánea, no consecutivamente. Para la historia (suena superlativo, pero estoy convencido de que no exagero), lo que hace Rocío con la versión de la marcha Amargura que popularizó Riqueni.

En la segunda obra, acompañada por las guitarras de Eduardo Trassierra y Yerai Cortés, nos deslumbra con un despliegue técnico y un bucear en sus fantasmas. Por cierto, que yo veo claramente una cita a la estética patentada por Carlos Saura y Vittorio Storaro para el cine: ese bastidor rectangular que va cambiando de color. Pero aquí no es sólo color, es mar tempestuosa, es despliegue desombras y abismo que se abre y nos cierra.

La tercera pieza, en la que Rocío vuelve a estar con una sola guitarra, la de Yerai, es la más teatral. Hay más juego y más gamberreo (bendito gamberreo), quizá porque es la mejor manera de dejar salir esos monstruos que nos acompañan desde la infancia que, vistos desde el hoy, nos hacen reír y, al tiempo, nos siguen haciendo temblar. No hay tregua en esta última pieza, y todo es baile: el propio baile, la quietud, la música, las chucherías, las luces, nuestras miradas y el oxígeno que inhalamos y el dióxido de carbono que exhalamos.

El final de la trilogía, que juega con el agotamiento de la bailaora, adquiere un sentido aún más hondo en este domingo de mayo porque es agotamiento acumulado de las tres piezas que ha bailado hoy. La llevamos viendo bailar horas delante nuestra, sin esconderse, sin aliviarse, generosa. Rocío Molina sigue sin conformarse, busca siempre más y mejor. El teatro entero se rindió a ella desde su aparición y, al final, se puso en pie unánimemente a reconocer su trabajo, su entrega y su descomunal talento. Gracias, Molina.