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Espectáculo: Mount Olympus. Para glorificar el culto de la tragedia griega. (Jean Frabre/Troubleyn.) Lugar: Teatro Central de Sevilla (única función en toda España). Sábado, 5 de marzo. Duración: 24 horas.

Esto que hacemos quienes lo hacemos, esto que vemos y oímos quienes lo vemos y oímos, el teatro, se inventó en Atenas hace veinticinco siglos. Lo que significaba para esa comunidad se parecería más a los carnavales de Cádiz que a las solemnes representaciones que hoy reconstruimos. Y aquí sigue en el siglo XXI, vivo; frágil sí, pero obstinado. Por eso, la propuesta de Jan Fabre de glorificar el culto de la tragedia griega se convierte en un cuestionamiento radical (en el sentido etimológico de volver a la raíz) del ritual al que aún seguimos llamando así: teatro. Igual que el personaje que interpretaba Harvey Keitel en la película de Angelopoulos, La mirada de Ulises, buscaba desesperadamente esa primera “mirada cinematográfica” para tratar de insuflar nueva vida a su obra y, por tanto, a su vida, el artista belga se erige en Ulises insomne que somete todas las convenciones e intenta traspasar todos los límites para reinventar el teatro. Porque ésa es la sensación con la que se sale tras acompañar a los veintisiete intérpretes durante veinticuatro horas: ya nada volverá a ser como antes. Nunca había visto a una sala aplaudir enardecida durante tanto tiempo a los intérpretes ni levantarse de sus butacas durante la hora final de espectáculo para vitorearlos y bailar con ellos (“somos vuestros héroes, dadnos todo el amor que tengáis”) en una comunión que parecía reservada a los eventos deportivos, los conciertos de rock y las raves. Fabre, en estos tiempos de ahorro, recortes y mezquindad, se vale del exceso, del derroche, del despilfarro; porque, como se repite varias veces durante la función, “todo hombre (y toda mujer, claro) necesita un poco de locura”. Exceso en la duración, en la actividad física de los ejecutantes -a los que vemos superar varias veces el agotamiento extremo-, exceso de los cuerpos desnudos ofrecidos a la mirada del público, exceso de vísceras y sangre que atraviesa la función, exceso de símbolos, personajes, obscenidad, masoquismo y sadismo (cuando el sueño nos vence, el director se complace en regalarnos escenas hipnóticas para que no sólo veamos traspasar los límites en escena sino que también tengamos que traspasar los propios). Sin embargo, en contra de lo que nos intentan hacer creer, el exceso no es irresponsable ni implica fracaso. El exceso puede ser también, y en Mount Olympus es, un modo de generosidad y entrega extremas, un camino para reconciliar al hombre y la mujer de hoy con eso que son y no se dejan ser. Porque, como decía Barbara Ehrenreich en “Una historia de la alegría”, somos seres sociales natos, impelidos casi por instinto a compartir nuestra alegría y, por tanto, capaces de imaginar, incluso crear, un futuro más pacífico.