HISTORIA DE UN JABALÍ O ALGO DE RICARDO. AUTORÍA Y DIRECCIÓN Gabriel Calderón INTÉRPRETE Joan Carreras ESPACIO ESCÉNICO Laura Clos (Closca) VESTUARIO Sergi Corbera AYUDANTE DE VESTUARIO Y CARACTERIZACIÓN Núria Llunell ILUMINACIÓN Ganecha Gil ESPACIO SONORO Ramón Ciércoles. Teatro Central de Sevilla. 20 y 21 de mayo 2022.

Joan Carreras en un momento de la obra. Foto: Felipe Mena.

El teatro, con frecuencia, me parece una tecnología obsoleta. Me explico. El acto teatral necesita un pacto de fe que hace jugar al público a que nos creemos que quien está delante no es quien sabemos que es, sino otra cosa: el personaje. Y, gracias a ello, seguimos sus peripecias y nos emocionamos y nos divertimos y sufrimos y aprendemos con ellas. Pero esas peripecias ocurren en un teatro no en donde se supone que pasan (un castillo, un prado o el interior de un coche). Resumiendo, el realismo es casi imposible o, como decía Brecht, es difícil hacerle creer al público que una escoba es una escopeta, pero es más difícil hacerle creer que una escopeta es una escopeta. Y, a pesar de ello, el teatro sigue siendo mi lengua madre, el lugar al que quiero volver. De hecho, la mayor parte de mi tiempo de ocio lo paso sentado en patios de butacas esperando el milagro, el escalofrío, la obra que refute mi sensación de que esta tecnología se nos ha quedado obsoleta. No pasa a menudo, claro. No todos los jueves (ni los sábados) hay milagro; pero cuando lo hay, compensa todas las horas de hastío.

Eso me pasó el sábado 21 de mayo en el Teatro Central de Sevilla mientras veía Historia de un jabalí o algo de Ricardo de Gabriel Calderón interpretada por Joan Carreras. Cuando salí a las calles, estaba tan pletórico (pre-erótico decía y dice Bobote) que me sentía un Bécquer y me dije por lo bajini:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen, / hoy llega al fondo de mi alma el sol, / hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…, / ¡hoy creo en Dios!

Foto: Felipe Mena.

Y eso que los espectadores y espectadoras profesionales somos gente muy tiquismiquis, es casi imposible que salgamos sin ponerle un “pero” a toda obra que vemos. Un poquito más de aquí, un poquito menos de allí. Pues mira que lo he intentado con ésta, pero no hay manera: ni le falta ni le sobra nada. Un actor inmenso, una puesta en escena maravillosa y un texto… madre mía, qué texto. El original, Ricardo III, es un personaje jodido. La obra también se las trae: la historia de un monstruo ciego de ambición que elimina todo lo que se le interpone en su carrera hacia el poder. Lo habitual es buscar en el humor (más bien negro) el vínculo con el público. Es lo que hace, para usar un referente conocido, esa revisión del Ricardo III que es la serie House of cards: los apartes a cámara del protagonista, Kevin Spacey, nos hacen cómplices de él. Sin embargo, Calderón lo que hace aquí es mostrarnos que el monstruo no nace, se hace. Para ello, trenza la trama original de Shakespeare con la del actor que va a hacer de Ricardo. Cuando se lo ofrecen, decide que este papel es, por fin, la oportunidad que merece para que todo el mundo se dé cuenta de su talento y va endiosándose hasta ser un auténtico canalla: insulta y humilla a sus compañeros de reparto, al director y hasta a nosotros. Sin embargo, se ven el dolor que late bajo esa ambición y esa crueldad, que los provoca y que ningún poder logrará calmar.

Todo esto que propone el texto sólo es posible con un intérprete excepcional, capaz de pasar del alarde físico al susurro estremecido, del grito intencionadamente histriónico al aparte casi naturalista, del impecable decir del verso a la elocuencia de una mirada en silencio. Joan Carreras, al que ya habíamos visto hacer trabajos excepcionales, borda aquí una faena sobresaliente, sólo al alcance de unos pocos. Lo digo con todas las letras: una obra maestra. Véanla si pueden.